Historias
Mínimas.
El
argentino Enrique Anderson Imbert (1.900-2.000) recrea en
Dodecafonía el encuentro de Heracles con la Hidra de Lerna de doce cabezas en su
segundo trabajo. El mito revisitado.
Ficha
de audio:
Texto:
Enrique Anderson Imbert.
Narrador:
Javier Merchante.
Hidra:
Pepa Carrasco.
Heracles:
Hugo Sánchez.
Músicas:
Cheicon y Arnaud Condé.
Hidra: ¡Qué
tiempos aquellos!
Narrador: Dijo la Hidra a su simpático visitante.
Hidra: No pasaba mes sin que viniera algún héroe a matarme. Llegaba muy ufano a esta orilla, se inclinaba sobre las aguas, me desafiaba a gritos, yo emergía lentamente, para dar más dignidad al espectáculo y él, remolineando su espada me cercenaba cabezas. Caía una e instantáneamente, antes de que se derramase una gota de sangre, nacía otra. Yo me dejaba codiciar por esa vehemente espada: para ponerlas a su alcance estiraba hacia el héroe, silbando y bailando, mis doce cabezas, siempre doce por muchas que él cortara. Al fin el héroe, exhausto, ya no tenía fuerzas para levantar el brazo. Yo lo libraba entonces de la humillación de volver vencido a su tierra. Y así, mes tras mes, me divertía con esos inofensivos decapitadores. Ahora no vienen más: mi fama de inmortal los ha descorazonado. Lo siento. Aquellos juegos entre espadas y cabezas eran una fiesta. Yo esperaba, más o menos tensa, el mandoble, que a veces se demoraba o se precipitaba; y enseguida sentía que la nueva cabeza que me brotaba era como un súbito cambio en mi vida, o que esa continuaba la expresión de la anterior, o que la repetía exactamente. Gracias a esta expectativa mía en que el retoño de cada cabeza era inevitable y, sin embargo, sorprendente, yo me gozaba a mí misma como si fuera música. Tiempo. Puro tiempo. Ahora me aburro; y éstas doce que ves ya no son como notas de una melodía, sino como bostezos en el vacío.
Narrador: Dijo la Hidra a su simpático visitante.
Hidra: No pasaba mes sin que viniera algún héroe a matarme. Llegaba muy ufano a esta orilla, se inclinaba sobre las aguas, me desafiaba a gritos, yo emergía lentamente, para dar más dignidad al espectáculo y él, remolineando su espada me cercenaba cabezas. Caía una e instantáneamente, antes de que se derramase una gota de sangre, nacía otra. Yo me dejaba codiciar por esa vehemente espada: para ponerlas a su alcance estiraba hacia el héroe, silbando y bailando, mis doce cabezas, siempre doce por muchas que él cortara. Al fin el héroe, exhausto, ya no tenía fuerzas para levantar el brazo. Yo lo libraba entonces de la humillación de volver vencido a su tierra. Y así, mes tras mes, me divertía con esos inofensivos decapitadores. Ahora no vienen más: mi fama de inmortal los ha descorazonado. Lo siento. Aquellos juegos entre espadas y cabezas eran una fiesta. Yo esperaba, más o menos tensa, el mandoble, que a veces se demoraba o se precipitaba; y enseguida sentía que la nueva cabeza que me brotaba era como un súbito cambio en mi vida, o que esa continuaba la expresión de la anterior, o que la repetía exactamente. Gracias a esta expectativa mía en que el retoño de cada cabeza era inevitable y, sin embargo, sorprendente, yo me gozaba a mí misma como si fuera música. Tiempo. Puro tiempo. Ahora me aburro; y éstas doce que ves ya no son como notas de una melodía, sino como bostezos en el vacío.
Heracles: Has
hablado de tu expectativa de cambio, de continuidad y de repetición.
Verás que te faltaba aprender a esperar lo mejor de tu melodía, que es la
conclusión. ¿Quieres jugar una vez más?
Narrador: Dijo el visitante.Y poniéndose en pie, Heracles blandió su espada.
Narrador: Dijo el visitante.Y poniéndose en pie, Heracles blandió su espada.
1 comentario:
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